Hoy es el día de los Derechos Humanos. En el preámbulo de la Declaración de DDHH lo indica de una u otra forma, pero, con permiso de las Naciones unidas, añadiría específicamente un «Artículo CERO»: «toda persona tendrá derecho a conocer sus derechos».
Y lo hilaré con el post de la compañera Belén Navarro llamado la vergüenza es peor que el hambre y una expresión me dejó tocado (junto con otras, je): «hagamos un ejercicio de introspección: ¿Qué personas peticionarias de ayudas económicas nos producen un mayor confort? ¿Preferimos atender a las que han caído en desgracia y acuden a nuestros servicios casi sin querer entrar o a aquellas que solicitan ayudas con una actitud casi chulesca? ¿Por qué?».
En primer lugar, iría algo que puede estar entre las causas de esa actitud: el grado de conocimiento de sus derechos.
Contestar en cualquier caso a la pregunta es sencillo: es más confortable la primera tipología. Se adaptará a lo que el/la profesional ofrezca o plantee (al menos aparentemente).
La de la actitud casi chulesca, como dice la colega, puede llegar a cuestionarnos de tal modo que articulemos una autodefensa absurda. Tampoco sería la primera vez que escucho a alguien «¿es que para recibir una ayuda hay que venir sucio?» en relación no tanto a la apariencia sino a la actitud. En definitiva: cliente incómodo a la vista.
En segundo lugar: a mí, la mejor receta profesional que se me ocurre, para ambos casos, es la de la transparencia: en el caso del «cliente pasivo», seguramente le dará herramientas para sentirse ciudadano mientras que en el otro caso, quizá aporte una visión global que contribuya a situar los elementos en su lugar.
El caso de las ayudas económicas municipales es muy significativo. Ser transparentes nos llevaría en primer término a explicar qué es eso de «estar en intervención social«, requisito sine qua non para una ayuda económica municipal: un concepto de difícil explicación que, si no es bien descrito, suena a arbitrario. De hecho, explicarlo es tan incómodo que, de una forma u otra, se suele optar por no dedicar tiempo a ello o pasar de puntillas, cuando es uno de los productos estrella. Esta opacidad producirá un efecto boomerang a corto o largo plazo, no tengo duda, ya que perjudica a la ciudadanía y contribuye a deteriorar al propio «Sistema». Reconozcámoslo: si aun en los periodos peores de la crisis, los ayuntamientos no quebraron en su capítulo 4 (transferencias corrientes) se debe, en parte, a que los Servicios Sociales hemos sido en cierto modo cómplices de contribuir a contener el gasto. Y no sólo se ha debido a una cuestión numérica de profesionales para gestionarlas: el temor al colapso también nos hace cómplices. Es como si en plena epidemia, los servicios sanitarios no difundiesen una campaña de vacunación. Hemos estado enrocados en una atención reactiva y en parte, seguimos sin salir de ella.
Y mientras, la ciudadanía, ya sea en el barrio, o incluso en redes sociales (ejemplo son algunos comentarios de personas en este blog), se pregunta si es que le tocó la mala trabajadora social porque «nunca nadie le habló de que existía esa ayuda» que sí disfruta su vecino «que la necesita menos» (un clásico en los despachos).
A riesgo de ser pesado, insisto en la necesidad de estudiar fórmulas de acceso mediante grupos informativos, difusión y apertura al barrio mediante sesiones abiertas, trabajo en red, y presencia en medios y redes sociales.
En tercer y último lugar: a modo personal, quisiera hacer una reflexión más. Seguramente cualquier profesional del Trabajo Social se considera «cliente/a incómodo»: conocemos nuestros derechos como ciudadanos/as, como clientes, como consumidores… y estamos dispuestos a no dejarlos pisotear fácilmente… vamos, gente peleona. Pero ¿cómo reaccionamos ante personas usuarias de Servicios Sociales que son «como nosotros/as»? ¿A la defensiva?
Transparencia, proactividad y reflexión continua. No queda otra.
Nacho
Un clásico (1969). The Hollies: He ain’t ́t heavy, he’s ́s my brother. Dice «no es una carga, es mi hermano».